El síndrome del caracol

Yo soy muy de inventarme síndromes, la verdad. Tras el mítico «síndrome del chino» (según el cual, la sensación de empacho después de comer en un chino desaparece de golpe un par de horas después, dejando en su lugar un hambre canina), o el «síndrome de sólo una tarde más» (según el cual la víspera de un examen te das cuenta que te falta justo una tarde para saberlo todo perfecto, independientemente de las horas que hayas estudiado), hoy establezco una nueva teoría sobre el comportamiento humano (el mío, concretamente, no sé si será extensible a otros) mediante el desarrollo de un breve pensamiento genial y fugaz que me asaltó hace unos días en el metro…
Iba yo arrastrando mi pobre cuerpecillo por pasillos y escaleras a esa incierta hora en la que no sabes si la mitad de tu cerebro duerme o es que has vuelto a pillar un resfriado, cuando un individuo, al que llamaremos «especimen trajeado», me adelantó rumbosamente por la izquierda, las manos en los bolsillos, el andar ágil de quien no carga con varios kilos de accesorios inútiles… Con un punto de envidia en la mirada, yo pensé «¿dónde llevará este hombre sus cosas?». No contenta con esta pregunta, lancé al patio virtual mi pensamiento…»Me fascina cómo podéis salir de casa algunos, pasar fuera todo el día y no llevar bolso o algo»
Éste es, en esencia, el origen del síndrome del caracol…ese mal que padecen (que padecemos) quienes nos sentimos incapaces de salir de casa si no vamos pertrechados de los diversos accesorios que, creemos, pueden resultarnos imprescindibles durante una larga jornada laboral (de esas en las que sales y entras en casa en el mismo momento lumínico: de noche).
Como primer individuo diagnosticado de este síndrome explicaré que el número de posibles «porsiacasos» es directamente proporcional al número de horas que vamos a pasar fuera de casa.
Al imprescindible monedero (sólo te libras si eres rey, Papa o tan escandalosamente rico o famoso que la gente vaya a invitarte donde quiera que vayas) añadimos las llaves (muy necesarias si no quieres dormir en la calle) y el móvil… hasta aquí, pensaréis, todo normal. Bueno, yo es que tengo dos monederos… un billetero grande (tarjetas y demás) y un monedero pequeñito; y suelo llevar dos o tres juegos de llaves (casa, despacho, coche, casa padres…), y a menudo el cargador del móvil, que el día es muy largo y la batería muy pequeña…. Y el abono transporte, por supuesto. Sumo y sigo… Un paquete de pañuelos, muy útiles cuando la larga jornada implica hacer pis en lugares dudosos; o si finalmente no es que tu cerebro duerma, es que te has resfriado. Y cacao para los labios, y crema de manos, el cepillo de dientes (y la pasta), y un lápiz de ojos y quizá carmín si se prevé alargar la jornada más allá de lo laboral. Y tampones, «por si acaso» (no sabéis la de vidas que he «salvado» por llevar tampones). Y mi pastillero, que a mí la migraña me ataca siempre a traición (osea, fuera de casa).
Sisi…veo vuestras sonrisas y vuestros meneos de cabeza… «Esta chica está fatal»… Ya. Algún día nos encontraremos en algún inmundo bar, vosotras con dolor de ovarios porque os acaba de bajar la regla… ¿A que ahora ya no estoy tan fatal? ¿A que os cobro a precio de oro mis tampones, mi gelocatil y mi paquete de pañuelos y aún así sigo siendo vuestra hada madrina?. Pues eso. «Por si acaso».
Suele haber también un espejito en mi bolso, que las lentillas, las pelusas y las pestañas son muy traicioneras. Y para ver si voy mona, también. ¡Hombre, claro!
Si es invierno, guantes, un gorro. Si es verano, una rebequita, por si refresca. En cualquier época, gafas de sol. Algo de música y un libro si voy a tener que meterme en el metro (es mi terapia, otro día la cuento). La agenda, casi siempre. Un paraguas (casi nunca). Algo para recogerme el pelo. Un bolígrafo (o dos). Los pendrive. Una bolsa para la compra, que ahora ya las cobran en todos sitios. Una botella de agua. Alguna chuchería o algo de picar por si me da hambre. Chicles.
Todo esto va metido en el bolso. Accesorios adicionales, muchas veces, la tartera para la comida, la bolsa del uniforme, carpetas, el ipad, el abrigo colgando del brazo en esa época rara en que pasamos del polo al infierno en un par de horas. Un vaso de café del starbucks.

Todo esto, calle pa´rriba, calle pa´bajo, escaleras del metro (últimamente, casi siempre estropeadas, por cierto… pero eso es otra historia) arriba y abajo, andenes, autobuses…

Ahora sí, ahora sí podéis pensar que estoy fatal. Soy una profesional del síndrome del caracol, al nivel de una supermamá que siempre lleva en el bolso cualquier cosa que su hijo vaya a poder necesitar. Cuando tú le preguntas a una madre profesional «No tendrás un…?», ten por seguro que acabe como acabe esa frase, la respuesta será «sí»…tiritas, un imperdible, aguja e hilo, quitamanchas, toallitas, los más diversos medicamentos, un chupete, un termómetro, juguetes, lápices de colores, un biberón, fruta, la merienda, ropa de cambio, un pañal… Cualquiera de estos objetos podría haber salido fácilmente del bolso de mi tía cuando era la incombustible progenitora de cuatro churumbeles de entre 1 y 9 años… Ahí queda eso. Yo no supero esos niveles de profesionalidad, pero si algún día me quedo embarazada, me van a convalidar la mitad de primero de maternidad gracias a este síndrome que me tiene arrastrando bolsos enormes por el mundo… Y a continuación me regalarán una maleta de ruedas para hacer hueco a los accesorios que añadiré a mi equipaje habitual.

A veces (sólo a veces) salgo a la calle sin bolso ni ná… las llaves de casa y el móvil en el bolsillo, el billetero debajo del sobaco, como las marujas. Sólo por ver qué se siente… yo soy así de osada, de vez en cuando me gusta vivir peligrosamente. Suelo ir, lo más lejos, al mercado (300 metros de mi casa) o a casa de mi amiga M…. a unos 800. Más allá no me atrevo… tengo entendido que hay dragones, como en las antiguas cartas de navegación… terra ignota ¿Y si me pasa algo? ¿Y si repentinamente necesito un pañuelo? o copiar algo en el pendrive o… ¡Quita, quita, no quiero ni pensarlo!, que me pongo nerviosa y!

Acerca de violetafou

Cuando era pequeña, me prometía a mí misma que, al crecer, todo mejoraría. Creo que fui demasiado optimista, pero ya que he llegado hasta aquí, no pienso defraudar a aquella niña.
Esta entrada fue publicada en Con las tripas en puño, Sin categoría y etiquetada , , , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

4 respuestas a El síndrome del caracol

  1. zulimasfs dijo:

    Vale. Creo que me está entrando el síndrome ese….Y por lo que veo, debe ser genético, como lo de la miopía…

  2. Vértigo dijo:

    También tengo el síndrome. Aunque tengo que aprender de ti… Acabo de darme cuenta que tengo que meter un pen drive en el bolso!!!!

  3. Pingback: Nunca me cansaré de celebrarlo | Que tiren puñaos

Deja un comentario